Por Marcos Betanzos @MBetanzos
En el libro Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura de Ernst Cassirer, existe una referencia al pensamiento del filósofo griego Epíctet (Hierápolis, 55 – Nicópolis, 135), el cual sentenciaba en sus enseñanzas que “lo que perturba y alarma al hombre no son las cosas, sino sus opiniones y figuraciones sobre las cosas”.
Las cosas, vistas como elementos, acontecimientos, objetos, información y codificaciones que se vinculan a nuestro universo cultural a través de la propia visión del mundo que construimos como comunidad o como individuos, desde el pensamiento ante el hecho de nombrarlas, desde la forma en cómo usamos el lenguaje para referenciarlas y la manera de opinar sobre cómo son o cómo las percibimos intentando describirlas, traduciendo dimensiones subjetivas para intentar homologar nuestras propias definiciones, nuestro horizonte de referencias convertido en territorio común como consenso.
A la obra, le queda chica la ciudad (como casi siempre pasa en aquello que visualiza el futuro aproximándose), su propio contexto caótico lo exalta lo hace protagonista al inscribirse entre vías rápidas, un barranco y casas de baja altura con nulo valor arquitectónico, la arquitectura que le procede y lo rodea presume más tradición que patrimonio. La traducción hecha por las arquitectas irlandesas es dura pero existe: entre esa mole de concreto que ha emergido aparecen terrazas, patios, apilamientos que evocan grandes ejemplos de la arquitectura histórica de Perú, sin embargo ni la materialidad –que es impecable y presume rigor constructivo- ni la forma parecen converger en el juicio que la voz de los expertos, para los locales esto no es nada mejor, ni debería de ser premiado. Es un injurio.
A nivel personal, el proyecto me parece extraordinario, emotivo, impactante y sorprendente en su precisión, vinculado a fuerza a ese predio tan castigado y dispuesto para convertirse en una pieza de autor en una ciudad donde pocas obras son reconocibles, alineado a la tradición de la arquitectura brutalista que acumula Lima, con evocaciones claras pero alejadas del cliché y sobre todo, dispuesto a envejecer con dignidad, motivando un cambio de dirección en la producción arquitectónica local.
Una afrenta para los conservadurismos y la parálisis por la incomprensión de la influencia global en el entendimiento de la arquitectura. Una bofetada para la incapacidad de preservar el patrimonio –porque el que ahí se destruyó llevó mucho tiempo eliminarlo- pero sobre todo una lección para sacudirse de la parálisis que otorga la incapacidad de visualizar futuros escenarios para la ciudad. Un edificio así, puede ser nombrado el mejor edificio del mundo y no por sus cualidades materiales sino por su capacidad de provocar lo que la tradición nunca sacudiría de forma tan contundente.
Fotografía cortesía de Marcos Betanzos
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