En 1997, Herbert Muschamp escribió en
su columna del New York Times: “si uno quiere observar el corazón del arte en
los Estados Unidos hoy, necesitará un pasaporte, hacer maletas y dirigirse a
una pequeña y anticuada ciudad al noroeste de España: Bilbao.” Muschamp
escribía, por supuesto, a propósito del Museo Guggenheim que ese año se
inauguró en aquella ciudad y que afirmó era la obra maestra de Frank Gehry.
Un edificio singular para una
institución de gran prestigio, con una importante colección de arte y un
reconocido programa cultural, bastó para colocar a Bilbao, ya lo
sabemos, en los mapas cultural y turístico del mundo. En el 2015, Rafael Moreno
Valle, Gobernador del estado de Puebla, en México, citó ese caso como un
“ejemplo que nos muestra lo que es posible cuando hay visión y proyección
cultural.” No se trataba realmente de un elogio a la ciudad vasca, sino de una
poco discreta afirmación sobre su propia gestión y la obra que presumía y
presume como su gran proyecto cultural: el Museo Internacional del Barroco. Si
la comparación entre el Guggenheim de Bilbao y el MIB hubiera tenido sentido,
hoy podríamos decir, parafraseando a Muschamp, que para ver y entender el
barroco en el mundo, hoy, haría falta un viaje a la ciudad de Puebla para
conocer el nuevo museo. Nada menos cierto.
Bilbao es pequeña junto a Puebla. Al
Guggenheim de Gehry, aunque al borde de la ciudad, se puede llegar andando
desde el centro. Al lado de la Ría del Nervión, el emplazamiento del museo
sirvió para generar una nueva condición en esa zona de la ciudad, abriéndose a
un paisaje industrial en deterioro que, a la larga, ayudaría a renovar. En
Puebla, el Museo Internacional del Barroco se encuentra en la Vía Atlixcayotl,
una carretera que va a Atlixco, muy cerca del cruce con otra gran avenida y al
lado de un campus de una universidad privada, cerrada al paso del público.
Parece poco probable que alguien llegue a estos lugares caminando desde el
centro de la ciudad. La relación con su emplazamiento es más la que vemos en un
centro comercial o de convenciones de periferias, sin el objetivo —y acaso ni
las posibilidades— de resolver su aislamiento urbano mejorando su entorno.
El proyecto arquitectónico, del
japonés Toyo Ito, parte de una idea clara y potencialmente fuerte: un simple
muro, que se despliega con una línea sinuosa, se repite para conformar los
cuatro lados de un espacio casi cuadrado. Varios de esos espacios se suman y
forman una retícula que, con una curva ligera, gira alrededor de un vacío
central. El agua de un estanque a la mitad de ese patio también gira, como
empujada por las mismas fuerzas que forman el vórtice. La organización de las
salas podría pensarse como un mat building en el que el espacio fluye de
una sala a la otra por las esquinas en las que los muros no se tocan, agitados
por una barroca turbulencia. Ese crecimiento potencialmente infinito se
detendría sólo al reconocer los límites del terreno, conteniéndose o
distendiéndose para ajustar su relación con la ciudad que lo rodea. En realidad
no es así del todo. Al menos uno de los lados, el que colinda con el
estacionamiento del museo —torpe hasta para un centro comercial—, se corta
ignorando la propia lógica que la composición del edifico impone.
Si la planta es una promesa
incumplida, la sección es apenas un esbozo. El MIB no es, como dijo Muschamp
del Guggenheim de Gehry, la obra maestra de Toyo Ito, autor de edificios
memorables como la Mediateca de Sendai. En el museo poblano la sección
decepciona tanto como en aquel edifico japonés sorprende. A la poca definición
del proyecto se le suma una peor ejecución. El sistema constructivo es,
conceptualmente, tan simple como el principio compositivo: el muro es partición
y estructura, armado con módulos de concreto precolado, por sí mismos
interesantes. Pero reducida la obra a tan pocos elementos, las fallas y los
detalles más pequeños resueltos sin suficiente cuidado, fácilmente saltan a la
vista. En este caso son tantos que es imposible ignorarlos. Al llegar a los
acabados y detalles todo empeora. El edificio parece haber sido terminado con
prisas o sin la información suficiente para hacerlo bien. O ambas.
Del contenedor pasemos al contenido,
empezando por aquello que sirve de mediación entre el espacio mismo y las
piezas que lo ocupan: la museografía. Si el edificio tenía aun alguna virtud
espacial, los encargados de montar la muestra se encargaron de ocultarla. Desde
el mobiliario hasta el diseño gráfico pasando por la iluminación, todo parece
realizado con descuido y nula atención al edificio y a lo que ahí se expone.
Tan solo el plafón es un ejemplo de incoherencia y de cómo tomar la peor
decisión cada vez al enfrentarse con problemas constructivos o formales. Pero
todos estos vicios no son más que agregados al pecado original de esta obra: la
ausencia total de visión y proyecto cultural. El barroco en este
museo se explica de manera simplona y confusa. Unas grandes láminas,
caricaturas de ornamento, resumen la idea detrás del museo amontonando
frases de reconocidos autores fuera de cualquier contexto. Junto a Bruckhardt,
escribiendo en 1855 que el barroco habla el mismo lenguaje que el
renacimiento pero a modo de un dialecto salvaje, está Rubert de Ventós que
en 1994 dijo que una obra barroca no puede descomponerse nunca en partes
y Quatremère de Quincy afirmando en 1788 que el barroco es “un matiz de lo
bizarro” —mala traducción, por cierto, pues bizarro en español no
significa raro, como es en francés. Como sacadas de galletas chinas de
la suerte, son frases que alguien pegó una tras otra sin preocuparse por
explicarlas ni decir nada serio con ellas. Sucede lo mismo con la colección,
prácticamente inexistente: la mayor parte de lo que se muestra son préstamos y
en el mismo Estado donde se encuentra el maravilloso interior de la iglesia de
Tonanzintla se exhibe en una vitrina, como si se tratara de algo raro o
valioso, una reproducción contemporánea de un busto de Luis XIV. Los huecos en
la colección y, peor, en la narrativa curatorial se cubren con parafernalia
tecnológica que no tardará en resultar anticuada y que ya es hoy poco útil.
En su texto sobre el Guggenheim de
Bilbao, Muschamp se preguntaba qué era lo que hacía una obra maestra y
mencionaba tres características: que cumple con la tarea de interpretar a la
comunidad misma, que resulta del trabajo continuo del significado a la luz del
descubrimiento de alguna verdad y que apunta al mito de una realidad por venir.
Por supuesto, nada de eso hay en el Museo Internacional del Barroco. Ni en el
edificio ni en el montaje, ni en la colección ni en la idea. A todos estos
males hay que sumar el exorbitante costo: casi dos mil millones de pesos por el
edificio, más de siete mil por el equipamiento, la operación y el
mantenimiento, asignados a particulares en uno de esos acuerdos que hoy tanto
acostumbran los gobiernos. Invertido en el centro mismo de la ciudad de Puebla,
ese dinero hubiera servido para mejorar calles, plazas, museos existentes y
abrir uno nuevo, tal vez menos pretencioso pero más eficiente, en algún viejo
edificio remodelado o en uno bueno y bien planeado hecho ex profeso —acaso tras
convocar un concurso serio para el proyecto. En Puebla mismo se encuentra el
Museo Amparo, que resulta muy superior, como edificio y como institución, y que
pudo servir de ejemplo.
Por su origen —pagado con dinero
público— y su destino —servir a la ciudad en la que se construyó y no sólo como
atracción turística y menos como capricho del gobernante en turno— el
Museo Internacional del Barroco resulta, además de malo, signo de una gran
irresponsabilidad cultural, social y política. El barroco no sólo fue una época
de repliegues en las ropas y en los edificios, de cálculos infinitesimales y
elaborados contrapuntos musicales. Fue también una época de simulación y donde
aquel arte admirado surgió, literalmente, como propaganda. En eso, tal vez, sea
en lo que mejor cumple este museo su consigna barroca: pura simulación y
propaganda.
Fotografías por Lorenzo Díaz y Eugenia
González
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