mantenía una clara cercanía con la producción de centros educativos en el ámbito público. La tipología ha sido reducida a un pequeño campo de acción donde ponderan los ejercicios en el rubro de la educación privada.
Por Marcos Betanzos @MBetanzos
En un momento donde el país se encuentra inscrito en un debate sobre las formas y los objetivos para hacer cumplir una reforma educativa, vale la pena preguntarse qué papel juega la arquitectura como soporte y marco contextual al servicio de la educación.
“La arquitectura que nos alberga impacta nuestro cerebro metafórico, ese mundo de palabras que precede al mundo de las formas…”
Luis Porter
Keller (1983) ha explicado,
“la importancia de que la escuela, además de sus programas establecidos,
ofrezca una amplia gama de oportunidades complementarias para hacer del recinto
educativo una extensión del hogar”. Alonso Lujambio (1962-2012) en su papel
como Secretario de Educación Pública, escribió en el libro Arquitectura Escolar SEP 90 años que, “estos espacios están
íntimamente vinculados a nuestra formación como ciudadanos, y en sus aulas no
sólo se han trasmitido conocimientos y valores, sino también experiencias
fundamentales”. Axel Arañó, arquitecto y editor de la publicación mencionada,
sentencia que las escuelas como ningún otro género de arquitectura pública, han
sido catalizadores de la vida social (…), el marco donde la gran mayoría de los
mexicanos, como individuos, hemos construido, por primera vez, más allá de
nuestras moradas, una idea de lo público, de comunidad.
Desde ahí, desde el discurso
que es muy claro para fundamentar el valor de estos espacios en los ámbitos urbanos,
suburbanos y rurales, en su concepción como trampolines para la acción cívica,
no puede ignorarse la escaza o nula visión que existe en las autoridades
responsables para producir o reformar estos centros educativos de cara a la
magnitud de los retos que tiene la educación en nuestros días. La obsolescencia
de un sistema educativo que constantemente se ve cuestionado por su bajo nivel,
no corresponde unilateralmente a quienes desempeñan una labor docente, sino
también a todo el cúmulo de situaciones y condiciones en las cuales estos
desempeñan su labor y también las circunstancias particulares de quienes acuden
a las escuelas para ser educados. Ambos escenarios, caracterizados
mayoritariamente por una condición irrefutable: la precariedad.
¿No es imprescindible
cuestionar los modelos educativos tanto como la concepción estándar de lo que
una escuela es para nuestra disciplina si se busca reformar la educación en el
país? ¿No vale la pena asomarse a las circunstancias de fondo para comprender
por qué el mantener la infraestructura educativa de nuestro país recae
exclusivamente en atenuantes que tienen como finalidad mejorar únicamente la
imagen de los centros educativos o equiparlos con artilugios tecnológicos?
¿Cómo devolvemos nuestra atención al sentido más profundo de la educación y no
al de la imagen o al del poder político? ¿Cómo, de nueva cuenta los arquitectos
nos volvemos parte de un proyecto de nación que exige solucionar desde muchos
frentes este vacío educativo que no encuentra rumbo? La coyuntura demanda
muchas más aportaciones desde nuestro campo de batalla, sin embargo la realidad
es que estamos distantes y nulificados.
Porque la educación no es
otra cosa que la confluencia y la comunicación, el diálogo y el vínculo que
pueden tomar la forma de patios, jardines o de espacios virtuales, para
conversar, reflexionar, meditar o discutir. No podemos seguir pensando en aulas
y salones estáticos con pupitres fijos y pizarrones al frente, dice bien Luis
Porter. Demos un paso adelante, analizando cómo las escuelas pueden evolucionar
desde la forma en cómo las concebimos y cómo las transformaremos. Mejorar la
calidad de la educación implica renovar nuestro concepto de arquitectura
escolar.
Flickr: http://flic.kr/ps/Neci4
FB: /marcosbetanzos
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