Hace
muchos años en que lo verde, lo sustentable y lo ambientalista comenzó a
circular en boca de todos, de pronto -para la estructura del consumo y la
exigencia de lo políticamente correcto- se convirtió en primera necesidad, en
lo deseable, y con ello se cimentó lo que
desde la superficie significaba ser verde.
Texto: Marcos Betanzos @MBetanzos
Imitar la naturaleza para
sentirse parte de ella y reducir la culpabilidad de ser inevitablemente un
agente exterminador. Siempre he sido escéptico de esa ola que ha logrado
convertir en campañas publicitarias, bastante redituables en términos
económicos, la negación para alcanzar soluciones de fondo ante el inminente
conflicto ambiental en el que transcurre nuestra vida.
La
controversia que ha generado la presentación del proyecto Vía Verde es
entendible en momentos en que los desatinos de la administración de Miguel
Ángel Mancera se replican incontrolablemente, para ser casi siempre actos
circenses grotescos y lamentables. La miopía pero sobre todo la complicidad no pueden
ocultarse en cada improvisado malabar que realiza una administración que parece
estar empecinada en negociar hasta el último rincón de la ciudad.
Sin rumbo,
pero con una agenda que parece estar pactada por compromisos empresariales, la
administración actual del Gobierno de la Ciudad de México oscila entre el
derroche y el negociazo que significa invertir –aunque se omita mencionarlo
discrecionalmente-, por ejemplo, en una inútil maqueta de una ciudad que no se
comprende o encontrar en los rastros constructivos de la infraestructura vial
más absurda y elitista, la posibilidad de convertir lo escenográfico en un
escaparate publicitario para unas cuantas empresas.
Viéndolo
desde otro ángulo: tal parece que las autoridades capitalinas intentan mostrar desesperadamente
que se hace algo cuando en realidad no se ha hecho nada digno de mención,
cuánta angustia les produce errar en todo y no tener una sola medalla que
colgarse. Por eso, es inútil profundizar en cuestionamientos sobre la agenda
ambiental de la ciudad o señalar puntualmente las múltiples maneras en que se
ha buscado hipotecar el espacio público. No tiene sentido. En franca oferta y remate,
sin consecuencias de costo, todo tiene precio en la ciudad de Miguel Ángel Mancera,
quien no comprende que para nada es de él.
No
sorprende entonces que desde hace años los muros verdes sean el producto
milagro favorito de arquitectos y políticos. Y en este caso, tal como las obras
de Sebastián escultor, el negocio no reside en lo que se pone para maquillar el
rostro de una ciudad al borde del colapso por su dependencia automovilística
sino en la rentabilidad del contrato por mantenimiento: ¿a qué precio y para
qué dar mantenimiento a algo efímero e inútil que la naturaleza se encarga de
ridiculizar? La ciudad real, ahora invisible desde la velocidad del automóvil y
la posición elevada del mismo ya no es lugar para el compromiso y la autocrítica. El tráfico se convierte en la organización simbólica y afectiva de la ciudad y
el automóvil es su célula básica que conforma una manera de ser individualista
y competitiva, violenta e insolidaria, diría Clay McShane. ¿No es evidente cómo
se pretende imponer el imaginario de la ciudad a costa de enfatizar el valor
del automóvil en nuestras vidas y olvidar aspectos como el de la movilidad de
bajo impacto ambiental?
No hay
soluciones mágicas, mucho menos en momentos como este cuando los paliativos
para la mejorar la condición ambiental de la ciudad están de sobra y lucrar con
ellos es una muestra de cinismo del más alto nivel. Pensar nuestro mundo,
nuestras ciudades y nuestros medios de transporte y comunicación amerita –diría
Josep María Montaner- pensar críticamente en las tecnologías y las fuentes de
energía que se utilizan, de dónde proceden y qué implican, imponen e hipotecan,
y cuáles son sus riesgos.
Las
inercias siguen ganando en esta ciudad donde hacer negocio es la única
constante que se produce en la improvisación, de paso lo único que satisface el
apetito de funcionarios que en su gestión, comprometen todo lo que no es de
ellos. No lo hacen solos, para la comparsa están las ocurrencias
arquitectónicas y sí, también los actores de las películas chatarra que nos
retratan como una sociedad que se sabe entretener cómodamente mientras flota en
su inmundicia.
La vía verde
es no sólo un desatino, es lograr con un segundo gesto irracional maquillar un
primer movimiento fallido, lo que resulta absolutamente retrograda y
panfletario. Contrario al enunciado que señala Alejandro Hernández en su texto
http://www.arquine.com/el-demonio-verde/
yo no veo que las buenas intenciones se crucen con la simulación, en
cambio observo cómo los negocios pactados ya no pueden ocultarse tan
eficazmente, se desbordan con facilidad, hay desesperación. Se ha llegado al
límite en donde algo peor, otra ocurrencia rentable, estará por venir.
Ya nada nos
sorprende. ¡Qué tragedia!
*Marcos Betanzos (Ciudad de México, 1983) es arquitecto, fotógrafo y articulista independiente. Becario FONCA 2012-213 por su proyecto #BORDOS100 y miembro del Consejo Editorial de la Revista Domus México, América Central y el Caribe
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