“Sí, soy un
monstruo, un peligro para la sociedad. Pero quienes me señalan con sus índices
flamígeros mientras contemplan el Skyline de Manhattan no son mucho mejores”.
J. Volpi
Memorial
del engaño
Por Marcos
Betanzos* @MBetanzos
Dentro de
las actividades más comunes y socorridas en el proceso de aprendizaje de la
arquitectura se encuentran las obligadas visitas a obras en proceso de construcción, el participar como oyente a las conferencias
magistrales de los Maestros del oficio —arquitectos ampliamente reconocidos por
su legado— o hacer la revisión espacial de aquellas obras emblemáticas que por
sus aportaciones —siempre catalogadas en
el ámbito positivo— se han convertido con el paso de los años en piezas didácticas
desde las cuales es posible descubrir soluciones técnico-constructivas y hasta
revelar parte esencial del autor detrás en su propia obra.
Mientras
uno se prepara académicamente, la mente está puesta en visitar las obras
fundamentales a las que uno se aproxima en libros; uno asiste a conferencias y
congresos esperando oír la revelación más reciente de los grandes gurús, esas vacas
sagradas que a la menor provocación nos confrontan y nos dejan sin argumentos
por la comprobación y destreza que han logrado en su práctica profesional; uno
aspira a ser como ellos, como estudiantes queremos recibir la mayor información
y aceptamos sin reproche cualquier idea como verdad absoluta, hay demasiado
respeto para pensar que uno puede contradecir esas verdades que nos parecen
irrefutables. La fantasía se nos desborda.
Somos ilusos.
¿Pero qué sucede
cuando las vacas sagradas ya no son la mitad de lo que fueron? ¿Qué sucede
cuando esos personajes inalcanzables se convierten en ídolos de barro que demuestran
su debilidad al revelarse como simples humanos, algunos corruptos, otros
misóginos, los que tienen ínfulas de diva o los que sencillamente están
instalados fuera de la realidad y un gran etcétera? ¿Qué sucede cuando la obra icónica,
perfecta y fulgurante es descubierta por nuestra mirada como un edificio mal
logrado, abandonado, hecho pedazos por el tiempo? ¿Qué sucede cuando los
discursos que otrora fueron pura lucidez, hoy son un catálogo de banalidades y
prejuicios? ¿Cómo evitar que la desilusión nos alcance? ¿Por qué no aprendemos
de lo malo desde un inicio? Sí, de lo malo, de lo que jodidamente ya sabemos
que está mal desde su origen.
Todo eso y
otras cosas más pensé en días recientes cuando en compañía de Martha Latapí,
Gerardo Pérez y Axel Arañó, visité la obra más reciente de Sebastián en
Chimalhuacán. Una obra que como bien dijo Axel es el puro despropósito por
donde se le vea: mal construida, mal emplazada, mal gestionada, mal proyectada,
mal, mal, mal... Una obra que a pesar de todo su artificio, su pretensión, su
megalomanía, la de su autor, su opacidad, su poder político o simbólico no
impresiona —Alejandro Hernández me preguntó si impresionaba—, aterra.
Sebastián con esta obra ha sido infinitamente más criticado, más visible, más repudiado y más exhibido que cualquier arquitecto. ¿No valdría la pena aprender de todo lo malo? En este país –o al menos digamos, en esta ciudad- hay muchísimo que aprender. Seamos honestos, quizá debemos irnos a la segura: aprender de todo lo malo y dejar de confiar ciegamente en lo que nos dicen que es bueno, porque eso que dicen que sigue siendo bueno tal vez ya no tiene nada más que enseñar..
Fotografías
por Marcos Betanzos
* Marcos
Betanzos (Ciudad de México, 1983) es arquitecto, fotógrafo y articulista
independiente. Becario FONCA 2012-213 por su proyecto #BORDOS100 y miembro del
Consejo Editorial de la Revista
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