Lo similar y lo distinto
Por: Marcos Betanzos* @MBetanzos
No
sólo la tipología sino la ubicación compartida hacen que dos proyectos
recientemente aparecidos en el panorama local de la arquitectura propicien un
diálogo que los hace parecer antagonistas de una historia destinada a terminar
en el intento inútil de fusionarlos. Dos capítulos de un mismo libro, tan distintos
pero que al estar vinculados por el papel de sus páginas provocan irremediables
comparaciones a pesar de su clara diferencia de origen. Dos objetos en el mismo
plan maestro –por decirlo de algún modo-, dos edificios en la misma ciudad que
presentan métodos y conclusiones distintas sobre el oficio de proyectar.Este par lo integran el Museo Soumaya y el Museo de la Colección JUMEX. El primero, obra de Fernando Romero (Ciudad de México, 1971) terminado en 2011 y el segundo, concluido apenas hace unas semanas atrás, proyectado por David Chipperfield (Londres, 1963). Si bien ambos se dividen aplausos, elogios y hasta reproches, hay que decir que inicialmente en el tabulador de la atracción visual el primero se impone, no sólo al ganar por su inevitable presencia sino al someter al espectador a contemplarla brillosa y destellante.
El
Soumaya es la representación precisa de la prosperidad, la abundancia ilimitada
y la ausente decantación del refinamiento con la acumulación como instrumento.
Icono indudable del proyecto Plaza Carso, éste exhibe de forma poco meticulosa
el contenido artístico en su interior haciendo ver que lo más loable de su
construcción es la fachada sorprendentemente lograda a base de “lentejuelas”
monumentales que tanto se ha fotografiado.
El objeto
contenedor protagoniza excesivamente nulificando -o reduciendo al menos-, el
valor de su contenido: se ha dicho muchas veces que la museografía parece inexistente
y que el hermetismo de esta pieza exótica arropa también una serie de espontaneidades
arquitectónicas que hacen ver que la aspiración, aunque aplaudible si se
pretende innovar y dar pasos hacia adelante, no todo lo puede. En detrimento de
la seguridad del usuario, del débil argumento por una sustentabilidad reducida
a enredaderas y un jardín de rosas, este deja ver que hay más improvisación que
oficio.
Con
el Soumaya se convierte a la arquitectura en escaparate de sí misma, reflejo del
el frenesí de su autor por lograr una condecoración que tanto anhela y que
quizá algún día merecerá. Mientras tanto, su audacia por romper las fronteras
de la concepción proyectual y constructiva, en un país como el nuestro con
recursos de diversa índole a todas luces limitados deja clara una lección: se
puede construir todo lo que uno se imagina si se tienen los recursos económicos
para ello pero si no se tienen las herramientas de fondo para hacerlo, se puede
hacer pero de muy mal modo.
Por
su oposición al manejo del espacio el Museo Jumex ha sido mencionado más de una
vez como vacuo, carente de personalidad. En un recorrido dentro de la obra escuché
más de una vez cuestionar, ¿para qué tanto museo? Ante ese cuestionamiento
habrá que darle tiempo a que llegue la respuesta. Sin embargo, hay que decir
que la ejecución del museo es impecable a nivel constructivo y a nivel espacial
bondadosa: desde el vestíbulo hasta los sanitarios.
Lo
que se exhibe tiene como plataforma un espacio que le permite liberar a la
propuesta artística su propio mensaje, un edificio que más que vitrina o escaparate
es pura interacción. Una obra sin mayor pretensión que la de ser un espacio
digno para el arte que se exhibe aunque quienes estén a su cargo aún no sepan
cómo reaccionar ante la provocación que implica un museo de este tipo en el
usuario. Aún hay mucho nerviosismo paternal por no dañar nada del contenido aún
cuando el argumento de las piezas sea actuar con ellas.
El
museo hecho por Chipperfield permite la posibilidad de observarlo a detalle, el
acercamiento minucioso que favorece encontrarse con la sorpresa de la
perfección y la solución a cada pliegue. Incluye además un gesto de aparente inocencia
al mimetizarse con los materiales de su arquitectura cercana: en este caso
renunciar a los de Plaza Carso y evocar a los de Plaza Antara. Una caja muy
bien resuelta que tal como afirmó Fernanda Canales con precisión, se trata del
“edificio que va a hacer que en México ya no pueda usarse como excusa la mala
calidad de construcción”. Ojalá que así sea por lo menos en el ámbito privado,
en lo público sabemos que lo primero que debería exigirse es la transparencia,
después vendrá la calidad.
Así,
mientras uno soporta el close-up sin maquillaje, otro comienza a “pixelearse”
irremediablemente ante la mirada más exigente si el acercamiento se consuma. Por
todo ello, que puede ser mucho más o mucho menos de lo que aquí escribo, vale
la pena decir que las comparaciones son odiosas pero uno no puede equivocarse
al comparar una obra con la otra, sencillamente porque bajo ninguna
circunstancia entre este par de edificios hay punto de comparación.
Las
lecciones, las conclusiones y los mensajes que dan son tan disimiles como la
visión y el método de de hacer las cosas en cada uno de los clientes que hay detrás
de tales edificios: espejo del narcisismo, la obstinación, la glotonería de
obtener dividendos o de la seriedad para
hacer las cosas, la arquitectura exige no hacer más comparaciones sin
fundamento sobre todo cuando no hay razones para elevar el nivel de algo que no
puede confrontarse con algo similar pero diametralmente distinto.
Fotografías: Cortesía de Marcos Betanzos
Marcos Betanzos (Ciudad de México, 1983) es arquitecto, fotógrafo y articulista independiente. Becario FONCA 2012-213 por su proyecto #BORDOS100 y miembro del Consejo Editorial de la Revista
Marcos Betanzos (Ciudad de México, 1983) es arquitecto, fotógrafo y articulista independiente. Becario FONCA 2012-213 por su proyecto #BORDOS100 y miembro del Consejo Editorial de la Revista
No hay comentarios:
Publicar un comentario